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15 diciembre 2020

lo que te hace grande

Hace unas semanas tomé una de esas decisiones que llevaba escondiendo debajo de la cama (donde moran esos monstruos que nos asustan de niños y de mayores), año tras año, en el silencioso y secreto pozo de mis deseos: dejar de fumar después de 30 años anestesiada por los supuestos placeres del (puto) tabaco.

Uno de esos propósitos vitales que se había convertido en «EL PROPÓSITO» con mayúsculas, de esos que pican, escuecen e incomodan. De esos para los que SIEMPRE tenemos una excusa para «aparcarlos». ¿A quién le viene bien dejar de fumar? ¡¡¡A NADIE!!!!

Una desintoxicación que me daba un miedo atroz e irracional y me hacía creer, de manera secreta pero irrefutable, que mi cuerpo (y cabeza) no podrían soportar la falta de nicotina inundándolo todo y acabarían haciendo ¡PUM! salpicando así las paredes del mundo con marchitos y sufrientes pedazos de mi gloriosa vida de fumadora fumantísima.

He visto pasar mi vida en pequeños fotogramas delante de mis ojos, he llorado lágrimas de kryptonita y he escuchado a San Pedro llamarme a grito pelado porque el fin de mis días era una sombra que planeaba y latía a mi alrededor de una manera sobrecogedora.

He contado cada segundo y tachado cada minuto llegando a conseguir percibir olor a cigarrillo cuando no existía tal, apretando los dientes taaaaaan fuerte que mis muelas chirriaban, pensando que aquella situación era tan, tan insostenible que el planeta lo tendría que notar a la fuerza y se le pararían los pulsos. O se ralentizarían, al menos. 

Me he imaginado compartiendo habitación, camilla, carisma y metadona con mi adorado Matt (Dillon) en una de sus muchas intentonas de la peli crudité “Drugstore Cowboy”, mientras cantaba a pleno pulmón -órgano que viene muy al caso- su fabulosa banda sonora. (puede ser que haya un poco de fantasía en este párrafo, pero a mi favor indicaré que soñar con mi Matt en sus años dorados es gratis y que aquí las ensoñaciones las elijo moi)

Como no, esa supuesta “Oda al Gore” profetizada desde mi más egocéntrico ego no ha llegado a ocurrir y, jódete y baila, no sólo el mundo no ha explotado de una manera que ríete tú del Big Bang, sino que ¡ha seguido funcionando como si nada!

Mundo cruel, cabrón e ingrato, has seguido dando vueltas, el sol ha salido puntual a la misma hora y por el mismo sitio. No ha ocurrido ninguna nueva catástrofe natural y los océanos siguen contenidos recibiendo nuevos caudales.

¿Cómo ha sido capaz de osar siquiera a moverse como si yo fuera invisible o no fuera de máxima importancia mi atormentado sufrir?

Cuando pasados unos días, conseguí asomar la cabeza desde las altas paredes de mi ombligo diseñadas por la arquitectura más eficiente, me di cuenta de algo más: no sólo La Tierra había estado operando con total y pasmosa normalidad, sino que ni siquiera se había llegado a dar cuenta de mi hercúlea iniciación en un mundo libre de humos.

Nadie más que yo misma había estado pendiente 24/7 de esos tsunamis sufridos y experimentados con tanta vehemencia. Ni puto caso, oye. ¡A mí, ni puto caso!

Y es que, queridas muchachetis, somos tan pequeñas, tan maravillosa y mierdosamente insignificantes, que carece de toda practicidad y realidad pensar que al mundo le importa una mierda lo que nos ocurra. Es más: ni lo va a notar, JAMÁS.

Nada ni nadie se estremece cuando nosotros nos estremecemos por la simple razón de que no somos nadie y, por mucho que nos empeñemos en ser la novia en la boda y única prota de todas las películas en todo lo que acometemos, somos totalmente irrelevantes: de un solo uso y una sola vida. Finitos. Como un pañuelo de papel o un rollo de celo.

Y no lo digo como una conclusión catastrofista, negativa o que implique ver la botella medio llena (o vacía del todo), sino con la finalidad de hacernos conscientes de que no existen conspiraciones astrales para jodernos la vida y que regodearnos y patalear en nuestro ego victimista es totalmente inútil.

Ahí precisamente es donde radica la magia (o el hostión en la cara, según se mire) que nos convierte a todos en iguales de manera automática y con precisión matemática: todos somos igual de prescindibles. Tal vez allí radique lo que nos hace a veces tan grandes y a veces tan miserables.

conch